
Hasta la segunda guerra mundial, Japón no había perdido una sola guerra en tres mil años, lo que nos da una idea de la organización, sacrificio, carácter y valor del pueblo japonés. Prácticamente al final de dicha guerra, se convirtió en el único país del mundo hasta nuestros días en padecer un ataque nuclear. Este fue sin lugar a dudas, uno de los acontecimientos más relevantes del siglo XX.
A partir de 1.945, la destrucción del mundo se empezó a ver como algo real, como una realidad acechante para la que no había forma de escapar; el hombre había creado la bomba atómica, pero no había calculado los daños que produciría ni las consecuencias a largo plazo en la salud de las personas que no hubieran muerto en el momento de la explosión, puesto que la historia se ha encargado de mostrarnos los efectos devastadores de la radiación, condenando a miles de personas a una muerte lenta y dolorosa.
Después de perder la guerra y sufrir el ataque nuclear, el pueblo nipón tuvo que renacer de sus cenizas, haciéndolo a marchas forzadas, creando un país nuevo y con una mentalidad mucho más fuerte quizás que antaño. Con los años se convirtió en una de las primeras potencias mundiales en industrialización, siendo cuna de las principales firmas mundiales en el campo tecnológico. Donde antes era destrucción y desolación, se iban levantando ciudades modernas y sobre todo, preparadas para cualquier tipo de desastre natural; me refiero a los terremotos. Acostumbrada a sufrirlos de forma constante, los modernos edificios e infraestructuras, contaban con unos materiales y unas especificaciones técnicas más que suficientes para aguantar las sacudidas de la tierra.
El día once de Marzo pasado, se produjo el denominado como terremoto costa del pacífico en la región de Tohocu. Lo que en un principio se pensaba que era uno más, se convirtió en un seísmo de nueve en la escala de Ritter, creando olas de hasta diez metros. Jamás en su historia, Japón había padecido un cataclismo de tal magnitud ni tampoco un tsunami como el que sufrió casi al instante. Las ciudades estaban preparadas, como así se demostró, para aguantar la sacudida de la tierra, pero nunca para resistir la embestida del mar, que se llevó todo lo que pilló a su paso. Después y como todos ya sabemos, se sucedieron los accidentes en las centrales nucleares.
Japón volvía a la pesadilla de antaño, a contar por miles las personas muertas y muchas más las desaparecidas; pero a todos nos han dado de nuevo una gran lección, sobre todo al reaccionar de forma solidaria y colectiva ante la magnitud de los acontecimientos. Nadie ha saqueado nada; todos los ciudadanos aguardaban pacientemente en interminables colas; nadie ha escurrido el bulto, si no todo lo contrario. Desde esta columna, quiero rendir un homenaje a ese pueblo y sobre todo a esos cientos de personas, que aun hoy y de forma voluntaria, luchan sin tregua para intentar enfriar los reactores de las centrales nucleares, muchos de ellos ancianos y otros sin cargas familiares, sabiendo de antemano que van a morir a corto plazo a causa de la radiación. No creo que haya un ejemplo tan claro de lo que es la solidaridad y sobre todo, la heroicidad humana.